La memoria ha de ser catapulta hacia un mañana poniendo de relieve lo que nos une, porque algunos estamos convencidos de que es ese el puente sobre el que se materializan nuestros sueños.

Los tiempos del Sacro Imperio Romano fueron complejos en ausencia de instrumentos democráticos que legitimasen el poder. El uso de la fuerza y la represión contra los disidentes y discrepantes y las complejas alianzas políticas eran prácticamente el único instrumento para acceder y sostener el poder.
En ese contexto histórico y político, un tal Formoso se abre camino y alcanza el papado allá por el 891. Un papado bastante turbulento, donde las discrepancias se resolvían de manera rápida sellando el pasaporte a mejor vida y aunque hay historiadores que aseguran que tuvo una muerte violenta, también hay quien se aventura a decir que Formoso, superados ya los 80 años de edad, se las arregló para morir plácidamente en la cama.
A su muerte, alrededor de su figura creció un aura de santidad entre quienes le habían seguido. Un aura que, visto así en perspectiva, sin duda contribuiría a enrarecer aún más las tensiones políticas que habría en aquella época. Y en ese contexto, entre tanto ruido de espadas, emergía la voz de Lamberto de Spoleto, importante de la nobleza italiana, empeñado en que todos condenaran de manera pública los actos y las decisiones que había tomado el papa Formoso en un enconado acto de menoscabar su creciente santidad y a sus seguidores.
Y fue así como transcurridos unos meses de la muerte de la muerte de Formoso, en una irreverente estrategia para cualquier época, el notable noble Lamberto y el por entonces papa Esteban VI decidieron exhumar literalmente el cadáver de Formoso y sentarlo (también literalmente) en el banquillo de los acusados, para someterlo a sumarísimo juicio; acusándolo, entre otros delitos, de haber accedido al trono de San Pedro de manera “no reglamentaria” para la época; y a pesar de contar, como en todo juicio, con un buen abogado de oficio fue condenado, depuesto como papa y anulados todos los nombramientos y disposiciones que había realizado en vida.
El caso es que el efecto conseguido con este juicio sumarísimo, denominado por la historia como el “Concilio Cadavérico”, fue el opuesto al deseado y lejos de afianzar la figura política de sus promotores se socavó la legitimidad y la popularidad de los artífices desatando una ola de indignación generalizada: Lamberto fallecería en extrañas circunstancias en accidente -dicen- de caza, comenzando el declive de la influencia política de su familia (dinastía en aquellos tiempos) y Esteban fue encarcelado apareciendo estrangulado en su celda meses después.
Desde entonces los “Concilios Cadavéricos” en nuestra sociedad se suceden en aras de condenar o glorificar sujetos y actos pasados. Las exhumaciones, en una sociedad tan avanzada como la nuestra, son casi siempre figuradas, pero pienso que los intereses que subyacen a los juicios sumarísimos que los acompañan, siguen siendo los mismos.
Espero no mentir si digo que somos muchos, a izquierda y a derecha, los que vemos que este bucle de exhumaciones nos impiden mirar con claridad al futuro. La memoria utilizada únicamente como instrumento de reparación o redención es ineficaz porque en todos sus procesos media la interpretación subjetiva de quienes perciben lo acontecido haciendo imposible consensuar un criterio sólido sobre el que hacer pie político para no hundirse. Porque, en esos procesos, median las creencias de cada una y cada uno de nosotros que, en la inmensa mayoría de casos, vienen marcadas epigenéticamente en muchas generaciones como la mía.
La memoria, lejos de ser ancla que impida zarpar o navegar, ha de ser catapulta hacia un mañana poniendo de relieve lo que nos une, celebrando los compromisos adquiridos en el pasado para construir futuro, sometiéndolos a renovación y conmemorando en definitiva lo que nos une, porque algunos estamos convencidos de que es ese el puente sobre el que se materializan nuestros sueños y deseos.
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